La pulquería –surgida en La Colonia y que sobrevivió en la urbe independiente, reformista, imperial, revolucionaria, posrevolucionaria, moderna y posmoderna–se resiste a la extinción, a pesar de los grandes cambios sociales, económicos, políticos, ideológicos y morales que ha sufrido la capital mexicana, aseguró el maestro Armando Alonso Navarrete.
Señaló que este sitio sigue siendo un escenario importante en el devenir histórico de la metrópoli y en la construcción de la vida social de sus habitantes.
En diferentes momentos históricos hubo intentos de grupos de interés económico o político que arremetieron contra esa industria, argumentando problemas de salud pública, por el aumento en la ingesta de alcohol en la población, en especial entre las clases con menos recursos, lo que significaba un obstáculo para el desarrollo nacional.
Esto derivó en cambios ideológicos que arrastararon a la debacle a la actividad, haste que cayó casi en el olvido por las campañas en su contra, que comenzaron durante el gobierno de Porfirio Díaz, considerando las pulquerías como centros de vicio donde las personas acudían a embrutecerse y gastar sus salarios y energías improductivamente.
«Desde la época prehispánica, en el México central la producción y la distribución de esta bebida alcohólica estaban vinculadas a la economía y la subsistencia, y su consumo era considerado un hábito común que formaba parte de la dieta básica», relató el docente del Departamento de Medio Ambiente para el Diseño durante la primera conferencia del Seminario Café de la Ciudad en la Unidad Azcapotzalco de la UAM.
El pulque y otros derivados del maguey eran esenciales en la práctica comercial, sobre todo en la región central del país, donde se da el mejor por el tipo de suelo y clima. Diversas fuentes documentales, gráficas y testimoniales dan cuenta de los modos de distribución y la importancia que revestía en la alimentación.
En el periodo colonial empezaron a establecerse los primeros jacalones en áreas centrales y periféricas de la capital debido al aumento en el consumo de este licor, así como por la necesidad de organizar y controlar geográficamente a los bebedores de este aguamiel fermentado y los sitios de venta.
Las primeras ordenanzas que regularon estos expendios se dieron en 1671 y a partir de entonces las autoridades gubernamentales se ocuparon de controlar las actividades comerciales, sanitarias y de orden público relacionadas con la operación de estos lugares debido al valor que tenían para los ingresos tributarios de la urbe.
El interés cultural, científico y económico por el maguey y sus derivados, en especial el pulque, se manifestó desde antes de la llegada de Maximiliano a México y en el Segundo Imperio se llevaron a cabo diversas acciones para mejorar su sistema productivo, en particular con miras a optimizar los procesos de cultivo, elaboración, transportación y venta al menudeo.
Personajes influyentes y familias acaudaladas, conocidos como la aristocracia pulquera, amasaron y acrecentaron fortunas, entre ellos Ignacio Torres Adalid y Patricio Sanz; al aumentar y perfeccionar el suministro de esta bebida en la capital del país, en forma paulatina se fue ampliando la red de distribución y comercio, y con ello aumentó el número de tinacales, toreos y expendios en la urbe y las poblaciones aledañas.
Estos espacios albergaban diversos elementos característicos propios, como el altar a la virgen de Guadalupe o a cualquier otro santo patrono, con sanitarios y mingitorios casi a la vista de todos, una ventanita o departamento para mujeres, la canaleta o escupidera, el tocadiscos o rockola, letreros, refranes y odas estampados en las paredes de colores vibrantes y, por supuesto, el nombre del establecimiento –de genialidad folklórica muchas veces– en una fachada señalizada a mano por rotulistas de antaño.